Aquejado sobremanera del más horrible mal de nuestro siglo, me ha parecido que vino a rescatarme un rato de mi pesimismo este luminoso libro de poemas: Príncipes y principios (La Isla de Siltolá, 2025); el primero de Alberto Fadón. Difícilmente puedo yo, lego absoluto en materia literaria, decir más que cuatro ocurrencias y obviedades sobre un libro, pero después de varias lecturas agradables me ha parecido que tenía el deber de hablar públicamente de sus versos, aunque sea con estos tan humildes medios a mi alcance.
Desde la primera página destacan su firme vocación caballeresca, la reivindicación de una vida épica y noble; y una desacomplejada inclinación reaccionaria solemnemente proclamada en su primer poema. De estos principios que atraviesan todo el libro van surgiendo la ironía, los versos provocadores y (perdón) la incorrección política. Cosas que son inevitables bregando en un mundo como este. No me cuesta identificarme con la propuesta y —¡cómo no!— no puedo sino celebrarla.
Sin embargo, si algo me ha ganado de este libro, curiosamente, es otra cosa. Y es que Fadón pronto nos recuerda que el desdén hidalgo no puede desligarse del servicio y que el deber de celebrar los bienes es igual o mayor que el de bajar al barro espada en mano a combatir los males. Su corazón sediento de color y de alegría tiene poco interés en hablar de nuestras ruinas y miserias y recrearse en ellas; y prefiere dar gracias por los dones: los mares (todos ellos), los libros, el cine, la música, el far niente; la copa en mano y sudantes los ibéricos; y el milagro de tener unos ojos que te miren redentores.
Porque enseguida se cuelan, casi en cada página, la voz y la imagen celebradas de la amada —no figura, sino mujer de carne y hueso— en un dichoso amor correspondido que canta a la esperanza y al futuro; hasta el punto de no poder evitar (casi) escribir su propio epitalamio.
Así, Alberto Fadón se propone ser maestro de los gestos que salvan la belleza y se va asombrando de la luz que va encontrando en cada cosa y que se esfuerza en contagiarnos. Me sorprendo a mí mismo reparando en la obviedad de la belleza que brota del agradecimiento. Podríamos decir con Claudio Rodríguez: miserable el momento si no es canto y esta divisa el joven poeta la hace suya, comprometido en cantarle a la vida y al verano. Lo resume todo echando mano de una cita radiante y verdadera de la inmortal Concha Velasco: «¡Alegría! ¡Hemos nacido para la alegría!», providencialmente hallada escrita en un tonel de roble en una taberna cordobesa.
Poeta lector y académico, se sabe heredero de tantas tradiciones (nada de plagios), que no duda en colmar sus poemas de otras pertinentes voces, traídas de todo tiempo y lugar —desde Ovidio a Juan Antonio González Iglesias pasando por Dante o por Gracián—, y que hace suyas sin que por ello dejen de brillar los versos propios. Una voz amorosa al final del libro le llama a dejarse de tantas citas imposibles, pero cuando uno sabe que todo ya está escrito y la verdad no pertenece a nadie, supongo que no queda sino ese compartir con el prójimo cada genialidad ajena.
Yo, que no sé nada, diría que logra un equilibrio fecundo al mezclar con naturalidad lo culto y lo castizo; los distintos tipos de metros —clásicos, populares e indefinidos—; lo serio y lo ligero.
Y, en fin, si son buenos los principios, más me gustan los dos últimos versos con que cierra el libro (homenaje a Aquilino Duque mediante); casi resumen de toda una poética:
Los grillos me enseñaron que las cosas humildes tienen cántico y destino.
Una muestra:
CANCIÓN DE LA VIDA COMÚN Y MODERADA Es milicia la vida —nos recuerda Gracián en el Oráculo— del hombre por dar guerra a su malicia. Toca andar terco y loco por este mundo amargo a la busca de un poco de armonía, a la busca de un algo de milagro. Lo mejor, al final, es lo de siempre: no dejarse arrollar por la corriente, sin anacoretismos ni gestos estridentes. Y admirar, que ya es carne de heroísmo, ser paladín ufano de su causa —ya sea rutinaria o fabulosa— como en mayo el jazmín de su fragancia. No hay muchos más axiomas: cuidar lo que no importa —rescato ahora un verso de Villena—, salvar el ademán caballeresco si azota la tormenta y saber que la suerte pesa más que el talento. DE CÓMO SE HIZO SENDA DEL ASOMBRO Azahares y cítaras de pluma. O tal vez las alhajas del otoño. El sol dorando el ángulo y el libro por que goce el relato, el verso, el folio en una tarde conyugal y cálida —confiados los dos— de fines del agosto. Un estremecimiento insoslayable si el cabello deslazas generoso. Esta danza caótica de embrujo y vocación, que es todo lo que somos. Esa casa con niños que nos despertarán corriendo como locos, como un temblor de nuestra piel y sangre. Es suficiente. Sigo fervoroso, feliz y agradecido caminando por la perenne senda de mi asombro. y estas tres románticas soleares charras: Tu cuerpo de estío ardiente ha llegado a confesarme que es imposible la muerte. Tu cuerpo de mediodía quema las sienes del lirio como el alba las rocía. Cuánto verano en tu cuerpo. Su calor me arroparía si regresara el invierno.